Lúa
Nació un nuevo día, y tras un largo día de trabajo, Lúa decidió pasar por casa y coger su instrumento, al que con nostalgia había denominado como Obi, desde que vivía allí. Acudió al parque de rigor para poder tocarlo, sentir la libertad y expresar ese agradecimiento de poder tener una nueva vida pacífica, lejos de todo.
Hacía un día soleado pero aún frío. Se ciñó su sudadera a la cadera, no tenía frío. Calentó los músculos, costumbre suya, se preparó. Eligió un banco libre de los más apartados a todos los transeúntes y comenzó a tocar.
Al principio solo fueron unos tímidos acordes, después unos amagos de melodías, posteriormente canciones que conocía de antes, después, tomó aire satisfecha y comenzó a improvisar con los ojos cerrados. Se conocía de memoria las formas de su "Obi", cada detalle, cada rasponazo, desperfecto, el tacto de las cuerdas, de los tornillos, de la madera e incluso su olor. Su compañía siempre le proporcionaba valor, paz y un gran impulso para expresar sus emociones.
No le importaba si alguien pasaba y la juzgaba, o cuando alguien le dejaba caer unas monedas sobre el suelo, ella no paraba, no abría los ojos ni miraba a su alrededor, se sentía segura, como en ninguna parte había estado.
Dejaba que su melodía triste, alegre, enérgica o lenta, sonara hasta saciarse por su cuenta. Cuando no tenía nada más que aportar, si acaso recogía las monedas que hubiesen dejado en el suelo y se las daba a otros artistas que hubiese por allí. Daba un último paseo por los alrededores del parque y se marchaba a su casa, en un diminuto apartamento de una zona tranquila y humilde obrera de la ciudad.
El alquiler no era caro, el casero era verdaderamente amable y ausente salvo para emergencias y otros asuntos que hubiese que tratar. No tenía problemas normalmente con ningún vecino y ella pagaba religiosamente.
El apartamento, en el primer piso, era luminoso, paredes naranjas, como el melocotón, suelos de imitación a madera, resistentes, suaves, fáciles de limpiar, Puertas correderas que casi siempre estaban abiertas. Frente a la entrada había un saloncito con sofá, un televisión en la pared que nunca usaba, una , que daba a una cocina azulada y gris, un baño pequeño de idénticos colores práctico y espaciado, una habitación con una cama, armario y escritorio y una pequeña despensa.
El piso en sí era muy impersonal, salvo por las escasas pertenencias de Lúa, como ropa y demás enseres personales, no había cuadros, o decoraciones típicas de cualquier casa. Era obvio que acababa de llegar allí a vivir y que de donde quiera que hubiese venido, solo había llegado apenas con lo puesto.
Se dejó caer en el sofá, dejó a un lado el estuche con Obi bien guardado y después se quedó dormida.
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